La danza como herramienta para el desarrollo motriz y socioemocional a lo largo de la vida
- Instituto Jahn de Coubertin
- 8 may
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La danza, más allá de su expresión artística, constituye una poderosa herramienta educativa y terapéutica que incide directamente en el desarrollo motriz y socioemocional de quienes la practican, desde la infancia hasta la edad adulta. Su práctica integra cuerpo, mente y emoción, convirtiéndose en una disciplina que potencia habilidades físicas, cognitivas y relacionales que resultan esenciales para el bienestar integral del ser humano.

Danza y desarrollo motriz.
Desde una perspectiva psicomotriz, la danza favorece el desarrollo y refinamiento de habilidades motoras básicas (caminar, correr, saltar) y específicas (equilibrio, coordinación, ritmo, lateralidad), fundamentales en el desarrollo infantil. Según Gallahue y Ozmun (2006), el movimiento es la base del aprendizaje en los primeros años de vida, y actividades como la danza permiten a los niños explorar el espacio, dominar su cuerpo y comprender su entorno. En este sentido, la danza no solo mejora la capacidad física, sino también la conciencia corporal, la orientación espacial y la percepción del ritmo, aspectos clave en el desarrollo psicomotor.
Diversos estudios confirman que la práctica sistemática de danza incrementa la fuerza muscular, la flexibilidad, el equilibrio y la agilidad (Koutedakis & Jamurtas, 2004), aspectos importantes no solo en la niñez sino también en la juventud y la adultez. En adolescentes, la danza ayuda a canalizar la energía, mejora la postura y contribuye a la prevención de lesiones derivadas de malas prácticas físicas. En adultos, especialmente mayores, la danza es una excelente herramienta para mantener la movilidad, prevenir el deterioro motor y mejorar el equilibrio, disminuyendo el riesgo de caídas (Keogh et al., 2009).
Además, la danza exige atención, memoria y concentración, lo que favorece el desarrollo de habilidades cognitivas relacionadas con la planificación, la secuenciación y la toma de decisiones, fortaleciendo la integración de cuerpo y mente.
Danza y desarrollo socioemocional.
Desde el punto de vista emocional y social, la danza es un vehículo privilegiado para el autoconocimiento, la expresión emocional y la construcción de identidad. Para niños y jóvenes, constituye una forma de canalizar emociones como la alegría, el enojo o la tristeza, desarrollando una mejor autorregulación emocional y autoestima. Según Hanna (2006), la danza posibilita una integración emocional al permitir que los individuos expresen lo que no pueden verbalizar, transformando el cuerpo en un canal legítimo de comunicación.
En contextos escolares, la danza favorece la integración y la cooperación grupal. A través de la improvisación, el trabajo en dúo o la coreografía colectiva, se estimulan habilidades como la empatía, la escucha activa, la resolución de conflictos y el respeto por el otro. Estas habilidades socioemocionales, necesarias para la vida en comunidad, son consideradas pilares clave por instituciones como la UNESCO (Delors, 1996) y la CASEL (2023), que promueven una educación que integre el desarrollo del pensamiento crítico con la educación emocional.
En adolescentes, etapa en la que se definen aspectos identitarios y se presentan retos emocionales significativos, la danza actúa como un espacio de contención y reafirmación. Practicar danza puede reducir niveles de ansiedad, depresión y estrés, y fortalecer el sentido de pertenencia, especialmente cuando se trabaja en entornos grupales. En adultos, la danza representa una vía de escape al estrés cotidiano, promueve el bienestar y puede ser terapéutica en procesos de duelo, trauma o recuperación emocional (Quiroga Murcia et al., 2010).
La danza a lo largo de la vida: una herramienta transversal.
La danza es una de las pocas disciplinas que acompaña al ser humano en todas las etapas de su vida. Desde los primeros juegos rítmicos de la infancia hasta las expresiones de movimiento en la vejez, la danza se adapta a las capacidades, necesidades y emociones de cada edad. Esta versatilidad convierte a la danza en una herramienta pedagógica, terapéutica y socialmente transformadora, con la capacidad de enriquecer la vida de niños, jóvenes, adultos y personas mayores.
Primera infancia: movimiento, exploración y expresión.
En los primeros años de vida, el movimiento es el lenguaje natural del niño. La danza en la primera infancia promueve el desarrollo sensoriomotor, la coordinación, el equilibrio, la lateralidad y la conciencia corporal. A través de propuestas lúdicas como rondas, juegos rítmicos, desplazamientos e improvisación, los niños exploran su cuerpo y su entorno, fortalecen la conexión con sus emociones y adquieren las bases para una comunicación más efectiva.
La danza en esta etapa no busca la técnica, sino la experiencia vivencial del movimiento. Además, fortalece el vínculo afectivo cuando se realiza en contextos familiares o grupales, refuerza la autoestima y ayuda a los niños a comprender y manejar sus emociones de forma saludable (Aronoff, 2011).
Infancia y niñez media: estructura, coordinación y socialización.
A medida que el niño crece, se vuelve capaz de incorporar estructuras coreográficas más complejas, seguir instrucciones, trabajar en grupo y vincular la danza con contenidos escolares. La danza se convierte en un recurso pedagógico para desarrollar el pensamiento creativo, la escucha, la atención y la disciplina, al mismo tiempo que continúa trabajando habilidades motrices finas y gruesas.
En esta etapa, además, los niños desarrollan una mayor conciencia de sí mismos y de los demás, por lo que la danza contribuye a fortalecer habilidades de cooperación, respeto, empatía y expresión emocional dentro del grupo (Soto, 2021).
Adolescencia: identidad, pertenencia y liberación emocional.
La adolescencia es una etapa crítica de formación de la identidad, marcada por intensas emociones, cambios físicos y búsqueda de sentido. La danza ofrece un canal legítimo de expresión para las inquietudes internas del adolescente. A través de la creación coreográfica, la improvisación o el estudio de diferentes estilos, los adolescentes exploran quiénes son, qué sienten y cómo pueden comunicarlo al mundo.
Participar en grupos de danza puede fortalecer el sentido de pertenencia, mejorar la autoestima y reducir síntomas de ansiedad o estrés. En esta etapa, también es frecuente que la danza se convierta en una herramienta para la canalización de energía y para la construcción de relaciones sanas con sus pares, promoviendo la inclusión y el respeto a la diversidad (Quiroga Murcia et al., 2010).
Adultez: bienestar, desarrollo personal y profesionalización.
En la adultez, la danza puede tener múltiples significados. Para algunos, es un espacio de recreación y autocuidado; para otros, es una herramienta de desarrollo profesional como docentes, creadores o terapeutas. En cualquier caso, la danza en esta etapa promueve el equilibrio emocional, reduce el estrés, estimula la creatividad y brinda oportunidades de crecimiento personal y colectivo.
Además, la danza también cobra relevancia en procesos de formación profesional. Docentes, coreógrafos, artistas y educadores encuentran en la pedagogía de la danza un camino para mejorar sus prácticas, diseñar experiencias significativas de aprendizaje y transformar sus contextos mediante el arte. Es precisamente en este punto donde propuestas como el Diplomado en Pedagogía y Creación de la Danza ofrecen una respuesta formativa clara y estructurada.
Adultez mayor: memoria, autonomía y vitalidad.
En la vejez, la danza se convierte en una herramienta terapéutica poderosa. Estudios demuestran que la danza mejora la salud física y mental de las personas mayores: fortalece el equilibrio, la fuerza muscular, la coordinación y la flexibilidad, reduciendo el riesgo de caídas y promoviendo la autonomía (Keogh et al., 2009).
A nivel cognitivo, practicar danza estimula la memoria, la atención y la plasticidad cerebral. A nivel emocional, proporciona alegría, sentido de pertenencia, autoestima y conexión social. Además, permite resignificar el cuerpo envejecido no como una limitación, sino como un instrumento válido de expresión y belleza.
Una disciplina para toda la vida.
La transversalidad de la danza radica en su adaptabilidad, su accesibilidad y su poder transformador. Es una disciplina que puede abordarse desde múltiples enfoques —educativo, artístico, terapéutico o recreativo— y que responde a necesidades diversas en distintas edades. A través del movimiento, la danza promueve valores esenciales como la cooperación, la creatividad, la expresión libre, la resiliencia y la conciencia del cuerpo y del otro.
La danza, en todas sus formas y estilos, ofrece un entorno seguro, inclusivo y potente para el aprendizaje. Conecta el cuerpo y la mente, moviliza emociones, construye comunidad y despierta la creatividad. Su transversalidad permite que sea aplicada con éxito en contextos escolares, comunitarios, terapéuticos y profesionales, respondiendo a las necesidades específicas de cada etapa de la vida.
Incluir la danza como herramienta pedagógica a lo largo de la vida es apostar por una formación integral, sensible y humanista.
Referencias:
Aronoff, F. (2011). Dance therapy and early childhood education. Creative Education, 2(5), 393–397.
Bläsing, T., Puttke, M. & Schack, T. (2010). The neurocognition of dance: Mind, movement and motor skills. Psychology Press.
Keogh, J. W. L., Kilding, A. E., Pidgeon, P., Ashley, L. & Gillis, D. (2009). Physical benefits of dancing for healthy older adults: A review. Journal of Aging and Physical Activity, 17(4), 479–500.
Quiroga Murcia, C., Bongard, S., & Kreutz, G. (2010). Emotional and neurohumoral responses to dancing tango argentino: The effects of music and partner. Music and Medicine, 2(1), 14–21.
Soto, V. M. (2021). Danza educativa: pedagogía del movimiento y desarrollo integral. Revista de Educación Corporal, 13(2), 45–58.





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